MARTE EN EL ARTE

MITOLOGÍA UNIVERSAL Capítulo 13, XIII Parte

Un dios de la guerra, fuerte y temible, un dios siempre armado y acorazado, siempre poderoso y vencedor, la imagen de Marte es la que se mantiene para la posteridad, una vez que vence la divinidad de Roma en la pugna entre las identidades griega y latina.

Y vence también la caracterización que formuló Virgilio, la del heroico guerrero, la del celestial defensor de la causa justa y noble, la de quien defiende a ultranza la patria que en él cree y a él y a sus reglas militares respeta. Marte se convirtió en modelo para los hombres de armas y para los monarcas menos luchadores que, sin embargo, sí se vestían de uniforme de gala para acompañar a las tropas en su salida primera de los cuarteles, aunque evitaran acercarse al teatro de la guerra, en donde la misión marcial quedaba en manos de los generales, y en las armas de los oficiales todavía jóvenes y en las vidas de la multitud de soldados sin nombre, que salían de las levas forzosas o del hambre generalizada de la pobreza campesina.

Marte era un dios honrado públicamente y todo lo que con su divinidad y cometido se relacionaba, se exaltaba al máximo. Hasta los mismos manuales escolares de la historia de cada nación no eran más que un glosario de las guerras ganadas o no perdidas, mientras se silenciaban las muchas otras que acabaron peor para las fuerzas nacionales. Hasta hace muy pocos años, los ministerios militares se denominaban "ministerios de la guerra"; en la actualidad, tras la mala conciencia colectiva, los estados modernos han abandonado a Marte y a la guerra, y sólo hablan de defensa, de política defensiva, avergonzados farisaicamente de su poder creciente, aunque sus muchas y distintas armas, conocidas o secretas, sean las más numerosas y las más modernas, Marte ha vuelto a ser, al menos oficialmente, un dios en declive y ya nadie trata de vender la imagen de ese dios de la guerra por encima de todas las cosas. Los tiempos en los que los grandes y medianos reyes y señores se hacían retratar, en coraza y con un campo de batalla como telón de fondo, han acabado.

Ahora el poder militar se conoce y no hace falta —en absoluto— rendir culto al más vergonzoso de los ritos: Marte ha muerto oficialmente, aunque siga vivo oficiosamente. Ahora ya nadie se atreve a levantar una estatua en su honor, aunque se haga desfilar descaradamente a los ejércitos en todo su esplendor de muerte y se haga pública la impresionante panoplia que posibilita la destrucción total y definitiva de nuestro mundo, no una, sino infinidad de veces, desde la tierra, el mar o el aire, con un poder que ni el mismo Ares pudo llegar a soñar para sí.

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