ROMA ADOPTA AL VIEJO ZEUS

MITOLOGÍA UNIVERSAL Capítulo 7, VII Parte

Con los romanos en el timón de la historia, Zeus se instaló en el Imperio con el nombre de Júpiter. Para estar a la altura de la imagen hegemónica del latino guerrero victorioso, Zeus se subió a una cuadriga, transformado en un JÚPITER conductor de cuatro caballos blancos, los más airosos, poderosos y perfectos del establo celestial. Era ya el hijo del devorador Saturno, el hermano victorioso de la guerra contra el malvado padre y sus cómplices, los Titanes, junto con el Neptuno de los mares y el Plutón de los abismos. Como los romanos eran, sobre todo, prácticos y utilitarios, pusieron a este dios del rayo y el trueno como patrón de los elementos y a él se recurría para asegurarse de que los meteoros no se desbocasen contra los campos imperiales, de modo que la lluvia llegase a tiempo y con la moderación necesaria para el crecimiento mesurado del grano, la fruta y la uva, mientras que el rayo, la nieve o el granizo no se salieran de su calendario, sin poner en peligro el trabajo de los piadosos y afanosos agricultores romanos.

Al igual que Zeus en la Acrópolis, Júpiter era el centro de la vida en su tierra de adopción, presidiendo desde el Foro romano la vida civil y religiosa del más grande imperio jamás habido. Su popularidad era incontestable, tenía todas las notas precisas para ser el primero interpares, por su galanura y su trayectoria en la Hélade natal. Con los avances de Roma en nuevas tierras, Júpiter fue abrazado para su causa —en legal matrimonio de Estado— a las diosas de primera línea de los países conquistados o aliados y ganando de paso las características más destacadas y todas las mejores virtudes de los dioses asimilados por el creciente poder de la ecléctica máquina política y militar latina. Poco a poco, Júpiter reunió los mayores tesoros físicos y las mejores cualidades de todos los panteones locales, rápida e inteligentemente asimilados por los vencedores que querían, más que vencer, convencer a los nuevos súbditos imperiales, demostrando su aprecio por las religiones del lugar, que quedaban situadas a la altura de su dios primero. Con cada una de esas uniones se incrementa la dote del dios, pero también se iba haciendo más compleja su figura, ya que debía asimilar las costumbres y los lazos familiares de los dioses absorbidos; tal vez por eso, Júpiter redobla su fama de amante, convirtiéndose en el esposo legal o ilegal de tantas diosas, ninfas, o semidivinidades, emparejamientos que no son más que verdaderos matrimonios de Estado para contentar a las parroquias locales de cada dios y mejorar la gobernabilidad del Imperio. Los romanos, prácticos antes que nada, toman a Júpiter como dios y como embajador, y la combinación les resulta más que eficaz.

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