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MITOLOGÍA UNIVERSAL Capítulo 15, VIII Parte

Pero Afrodita siguió su alegre y desenfadado caminar por los soleados campos del mundo de las divinidades. Al correr del tiempo sin tiempo, un día la joven eterna se tropezó con el también alegre Dioniso, otro hijo de Zeus, quien lo hubo con Semele: éste, que era dios de la vida vegetal y, muy especialmente, del vino y sus placeres, debió parecer sumamente agradable a Afrodita, puesto que con él yació y gozó lo suficiente para que se enterasen de sus abiertas efusiones otros de sus compañeros e iguales. Entre el público involuntario se encontraba Hera, y a ella, más que a nadie, le disgustó el encuentro. A la poderosa Hera no le gustaban esos alardes de pasión, tal vez porque estuviera harta de las muchas historias que tuvo que soportar de su marido Zeus. Esas mismas cosas que Zeus solía hacer en este terreno de los gozos desenfrenados y fuera de matrimonio La cosa es que, para que no quedase duda de que Hera reprobaba los alardes amorosos de la inigualable Afrodita y del desvergonzado Dioniso, utilizó su poder para influir aviesamente en el desarrollo de la criatura que se estaba gestando en su vientre y, consecuentemente, el niño nacido de este apareamiento, fue muestra viva del mal genio de la diosa. Se trataba de Príapo, quien sería dios de los frutos del campo y del ganado, divinidad de los jardines y, más que nada, de la virilidad. El niño nació extremadamente feo y estaba dotado de un desproporcionado aparato genital, de tremendas dimensiones, para que constase claramente que era hijo del desenfreno. A los griegos y a sus herederos culturales, el castigo de Hera les pareció una buena cosa y griegas y romanas utilizaban la característica tan particular del niño como alegre amuleto y como idolillo de buen augurio.

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